Utilizando la idea del profesor Daniel Innerarity, quiero afirmar que Fernando Peiró es un cavilante. Un cavilante es un hombre que vive en constante estado de cavilación, en un permanente estado de curiosidad que le sustrae a los imperativos de la instantaneidad y le inhabilita para las soluciones veloces y rudimentarias. Un cavilante es un filósofo porque su impulso vital surge de una vacilación ante cualquier realidad que tiene algo de desconcierto. Un cavilante vive obsesionado por la higiene del espíritu (la salud del cuerpo hace tiempo que Fernando la ha puesto en manos de médicos expertos) que, como decía aquel singular filósofo francés, Alain, se consigue haciendo circular constantemente las ideas para evitar que se anquilosen. La higiene mental es un estado de ánimo al que se llega cuando uno es capaz de mirar alrededor y penetrar en lo más profundo del espectáculo aceptando que conocer no es más que reconocer.
Pero el cavilante no puede ser un espectador ensimismado; es un espíritu tenazmente comunicativo que al mismo tiempo que pregunta también quiere desvelar, expresar, compartir, su búsqueda y sus hallazgos. Un filósofo sabe que sólo a través del logos se puede escudriñar en la realidad, pero Fernando intuye que la verdad que busca sólo la puede pintar, por eso traduce el logos y lo recompone con pinceladas y texturas porque sabe que sólo sobre el lienzo, la tabla o el cartón podrá desvelarse la interioridad del ser de las cosas. Una interioridad que como la estructura de la materia o de la vida es siempre abstracta.
Mirad con atención y curiosidad cualquiera de sus cuadros y notaréis, sea lo que fuere lo representado, el esfuerzo titánico para desvelar una abstracción biológica, psicológica, social, cultural, cosmológica, metafísica. Contemplad cualquiera de sus paisajes del alma y descubriréis esa dolorosa necesidad que siente Fernando de encontrar la verdad bajo las apariencias. Veréis que escondido tras cualquier hecho, tras cualquier cosa, por insignificante que parezca, subyacen tratados con arte los grandes temas: la muerte, la vida, el tiempo, la armonía, el amor, la trascendencia, la amistad. Y detrás de esas constantes, en alguno de sus cuadros, si compartís su vena de curioso cavilante podréis descubrir la composición y el equilibrio que rigen las cosas. Tanto al pintor como al espectador preparado le resulta extremadamente difícil alcanzar ese límite. Porque la pintura de Fernando no es fácil ni para él ni para el que la contempla.
A mí no me cabe la menor duda de que un hombre que vive, como él, en constante admiración ante el espectáculo de la vida, preocupado en descubrir la dimensión o composición íntima de las cosas, es un verdadero filósofo. Pero por si acaso mi opinión no es atinada ahí está la del mismísimo Aristóteles. El insigne pensador griego distinguía entre tres tipos de hombres. Los mejores son los filósofos, aquellos que son capaces de admirarse y de encontrar por si mismos lo que buscan. Después están otros, menos buenos, que pueden buscar y entender las cosas cuando se les guía o se les enseña. Por último están los inútiles que no saben lo que tienen que hacer ni lo entienden cuando se lo explican. Desde esa perspectiva aristotélica la condición de autodidacta con que se califica o descalifica a menudo a Fernando Peiró adquiere la dimensión acertada. En su pintura no sobra nada, no falta nada. Ahí está para mí “esa verdad que, como dice Derrida, sólo se puede pintar”.

Teudo Sangüesa