En primera persona

En primera persona

Por Javier Palomo

 

 

 

 

 «Si se quiere juzgar una obra de arte por el virtuosismo de la representación objetiva, o sea, por la vivacidad de la ilusión, y se cree descubrir el símbolo de la sensibilidad inspiradora en la propia representación objetiva, nunca se podrá llegar al placer de fundirse con el verdadero contenido de una obra de arte»

 KASIMIR MÁLEVICH

Penetrar en el majestuoso santuario del estudio de Fernando Peiró Coronado es iniciar un viaje hacia un universo cargado de zozobras, de interrogantes, de pesimismos atávicos y dramas tan cercanos como el café con leche de cada mañana. Pero al mismo tiempo supone también adentrarnos de la mano de Fernando en un complejo tejido urdido a través de los años, en el que las texturas, los colores, las veladuras, los sentimientos y las sensaciones invaden nuestros sentidos. Su mundo, es nuestro mundo, eso si, tamizado por el fantástico cedazo de un ser nítido orlado de una dulzura dolorosa, casi metafísica, que le aproxima a aquellos míticos seres absolutos.

Hablar es el modo más sencillo de convertirse en desconocido. Y con el ánimo de asumir esa paradoja nos disponemos a hablar. Parafraseando a José Antonio Labordeta «Todo está abierto al aire de esta tarde… / y tu Fernando / mirando siempre al hondo acontecer del cielo». Ese otro modo de hablar, que es la pintura, desarrolla el prodigio de velar, todavía más si cabe, al artista ante los otros y probablemente ante la especie de otros a los que nuestra conciencia llama nosotros. La paradoja afirma que cada hombre tiene poquísimo que decir y muchísimo que expresar. A la vista de las obras de Fernando, probablemente sea así. La minúscula inmensidad de sus sentimientos y pensamientos se agolpa concienzudamente en cada una de sus obras, que así deviene en un exponente magistral de su propio yo. Quizá Fernando Peiró Coronado es de esa especie de hombres, cada vez más escasos, que todavía tienen mucho que decir, aunque de ese mucho hay poco que decir, o al menos yo me veo con poco ánimo de hacerlo. Al traspasar la puerta del estudio de Fernando y penetrar en ese espacio privilegiado de su privacidad, uno enseguida observa la imparable actividad que en él se desarrolla. Los apuntes, las obras en proceso de creación, las ya acabadas que de nuevo, prodigiosamente, ven renacer su hálito de vida temporalmente aletargado, se acumulan por todos y cada uno de los rincones de este espacio, como mínimo, emocionalmente evocador de aquellas buhardillas parisinas de Montmatre donde la ebullición creativa era una constante. Esta fue mi primera impresión, cuando ya hace algunos años entré por primera vez en este «santuario» donde habita imperturbable la venerable sacralidad estética de Fernando. Sacralidad que debe mucho a esa eterna duda que emana desde cualquiera de sus obras planteando la dualidad tiempo-espacio. En definitiva, el camino, paradójicamente infinito, hacia el fin. Ante tan abrumador espacio la primera cuestión que me asalta es discernir si desde la partida, ¿el proceso creativo de una obra es finito o la durabilidad en el tiempo del mismo es totalmente imprescindible para conseguir los objetivos que te propones?

Fernando Peiró (F.P.): A lo largo de los años he revisado constantemente mis obras, una y otra vez, me he enamorado de nuevo de ellas y las he completado con nuevas aportaciones, con nuevas intervenciones absolutamente imprescindibles que han hecho de la obra una obra más completa, más mía en ese momento. Siempre se interponen nuevos pensamientos, inexpugnables evocaciones, frenéticos advenimientos de ideas cuyo término es el infinito. No quiero evitar el delirio de la infinitud, porque con él se enriquecen las obras con la calma, la sobriedad y la quietud necesarias para gozar de mis realidades, de mis sueños. Ellos han permanecido aletargados, adormilados dulcemente hasta que han encontrado el camino idóneo hacia el proceso bidimensional de la pintura.

Javier Palomo (J.P.): Aristóteles afirmaba de la poesía que era como un animal, es decir, un ente vivo. Si trasladamos este principio a la pintura, podremos convenir que tu obra se comportaría de forma fluida como un ente vivo. Pero vayamos un poco más lejos. Si atendemos a la premisa que todo arte es creación, y si hipotéticamente aceptamos, que por tanto, todo proceso creativo se encuentra subordinado a la necesidad de crear un todo objetivo. Si aceptamos que ese todo deriva de algún modo de la presencia subyacente de un todo más o menos mimético a los todos que hay en la Naturaleza. Debemos aceptar que cada obra es un reflejo absoluto de un todo en el que confluyen equitativamente la precisa armonía, entre el todo y las partes componentes. Por tanto, ¿es el artista un pequeño demiurgo, un humilde creador que ve en cada una de sus obras un minúsculo universo propio reflejo del que le rodea?.

F.P.: El artista, cada cual a través de sus propios lenguajes y estilística, a lo más que puede aspirar es a expresar la necesidad espiritual propia, a acercarse, incluso de manera absolutamente inconsciente, a lo más profundo de su yo, de ese todo abstracto al que te referías. El espíritu es como la energía del alma. Josep Igual al referirse a mi obra, afirmaba que me entregaba totalmente a la santidad. Lógicamente no intentaba ensalzar mis méritos para llevarme a los altares, sino que se refería a la entrega y a la búsqueda permanente y constante de la perfección creadora, como pálido reflejo del Supremo Creador, de ese humilde demiurgo que rememorabas. ¡Qué más quisiera Yo! El proceso creativo es como estar levitando místicamente, obnubilado, en un estado de gracia, de sublimidad extraordinario. Crear es dejarse llevar por caminos desconocidos de la mano de sensaciones que sirven de puente hacia la materia que estas tratando de transformar, y con la cual acabas fundiéndote. Y fíjate, ese gozo, salvando las lógicas distancias, es como el de el niño que jugando, llega al sumun, al darse cuenta de su dominio de la trompa, de la peonza, haciéndola bailar como quería en un principio. Después de casado, me compré una colección de trompas de madera de carrasca, e iba a jugar con ellas al patio del colegio que está enfrente de casa. Pintar es como un juego en el que siempre subyacen las ganas de ganar. Cabe plantearse si ya estaría en el juego con la peonza, siempre en el vértigo rotativo, la necesidad de apuntar y acertar en su baile. Del mismo modo pintar es un juego sin descanso, un eterno deseo de auto expresión luchando por ser absoluto.

J.P.: Si no he entendido mal, la pintura, tú pintura, deviene en una necesaria aspiración a expresar la espiritualidad propia, a fijar la evocación de tú yo más profundo. Ante ese proceso creativo tan íntimo y particular, el espectador obligatoriamente asume un papel fundamental, al convertir el resultado de esa experiencia de absoluta privacidad en objeto de voyeurismo. Desde que una mirada ajena a la tuya se posa sobre una de tus obras, es ella misma la que llama irresistiblemente a una conciencia crítica. Ésta vendría a ser como la sombra necesaria que sigue cada uno de los pasos del proceso creativo. Esa interacción que irremediablemente se produce entre la obra y el espectador romperá, en la mayoría de los casos, la actitud pasiva del contemplador. De un simple objeto de goce o de conocimiento, tus obras pasan a ser objeto de duda, de interrogación, de indagación. Corrígeme si me equivoco, pero ante esta profunda percepción e interiorización del proceso creativo, para ti mismo tú obra es un misterio. No un misterio total, concluso, pero sí lleno de caras y de ángulos en sombra. Parece, por tanto, que la obra es una realidad nueva que se revela al hacerse y no la expresión controlada de una realidad exterior. Sin duda, cuando Rimbaud escribe «no comprenderéis del todo y no podría casi explicaros», se está refiriendo a ese misterio, indescifrable en su plenitud. Aristóteles en su Poética resume esta concepción en una frase magnífica: «Es mucho mejor servirse de lo inexplicable, pues de lo inexplicable, sobre todo, suele engendrarse lo admirable». O salvando las distancias Eliot afirma que «El artista hace muchas cosas por instinto y no puede ofrecer de ellas mejor explicación que cualquier otro», y sólo «en un cierto sentido, en un sentido muy limitado, sabe mejor que los demás lo que sus poemas significan». 
Tu anterior reflexión se desarrollaría en el seno de estos parámetros. Si para ti mismo tu obra resulta «oscura», por lógica tanto más lo será para el que la contempla. Ante esta absoluta confrontación, ¿quiere esto decir que debemos adoptar, sin más reflexión o preocupación, la obra que se nos entrega?

F.P.: Siempre he pensado que nunca podré contestar a la pregunta de porqué pinto, como lo hago y mucho menos el porqué de un color o de una mancha a través de la cual creo que resuelvo mi interrogante inicial. Nunca seré capaz de traducir ese momento, ese todo contenido en un gesto del pincel o en la intensidad del pigmento, en palabras. La Historia del Arte se ha trasmitido juntando palabras, pero la pintura no está hecha con palabras, está hecha con materia llena de emoción. No creo ser capaz de «destripar» mis obras hasta el tuétano. Mi grafismo, el dripping, el collage, el gesto es como el misterio más opaco de mi propia sombra, la que produzco como consecuencia de la luz, pero yo no soy la luz, soy el medio y como mucho el «médium». La obra deviene un eco de mi silencio, del más profundo vacío que se acerca a contarme cosas, aunque sólo sea por un momento ¡qué más puedo pedir! Es como un aliciente para poder continuar preguntándome.
Aunque parezca una buitad, lo que vemos es lo que vemos, pero no es la obra el resultado de lo que vemos. Se da una transformación de lo más oculto de nosotros mismos, en muchas ocasiones sin que ni siquiera seamos conscientes, lo materializamos y lo entregamos. Hay una frase al respecto que utilizo con frecuencia: «La verdad se encuentra en el misterio de la creación y la creación comporta una relación invisible e inmaterial entre los objetos visibles y lo que se halla oculto en nuestro espíritu».

J.P.: Ante estos planteamientos cabe concluir que una obra se valora en su justa medida dependiendo tanto de lo que significa para los demás como de lo que significa para ti como autor. Esta forma de concebir la obra, nos otorga a los que contemplamos un cierto derecho, una cierta idea de pertenencia, al tiempo que nos dota de capacidad interpretadora. Al acercarnos a la opacidad de tus propias sombras a través de tus composiciones, cada uno de nosotros traduciremos el secreto en ellas encerrado de una manera distinta, en la medida que cada uno entendemos y sentimos a nuestra manera. ¿Hasta que punto tenemos derecho a hurgar, a revolver, a interpretar tus obras?

F.P.: Lo interesante de la pintura abstracta o informalista es que enfatiza el aspecto más plástico y sensorial del arte. Al no concebirse como un retrato o mapa de la realidad, al no conocerse referencias concretas al mundo que nos rodea, la obra remite sólo a sí misma. No remite a una realidad conocida. Los valores contenidos en la obra no vienen, como en la pintura figurativa, de la manera de representar lo representado. Aquí no cabe ese consuelo. A la hora de mirar alguna de mis obras está ella y nada más. En ocasiones el espectador profano se siente incomodo y pregunta: ¿Esto qué es?. ¿Qué ha querido decir?. Sin el amparo de la realidad, el interlocutor, busca, al menos, el amparo de un discurso, un mensaje oculto tras la superficie del cuadro.
 La actitud no es esa. Se trata de ver. Nada más y nada menos, que ver. Si nos gustan las manos de un niño es porque las vemos. Si nos emociona la grandeza de una montaña es porque la vemos. Si nos conmueve el silencio del bosque en la noche es porque lo vemos y lo sentimos y nos transporta más allá de nosotros mismos. Por ejemplo, los cuadros de Rothko o de Tàpies, manifiestan de forma explicita e inmediata una presencia material que parece no salir de sí misma, pero, de pronto, tras una observación pausada, se convierten en soporte de nuestra emoción, de nuestra imaginación y de nuestro placer estético. Hay que dar tiempo para que las obras se expresen en su propio lenguaje. Debemos darnos tiempo para escucharlas detenidamente. Y llegados a este punto, al fin, descubriremos que la esencia de la pintura sigue siendo la misma, que la pintura siempre es la realidad subjetivada, que, por muy abstracta que sea la obra, la realidad siempre está ahí y no se puede prescindir de ella, que pintar siempre ha sido reinventar el mundo, mostrar sus vertientes más ocultas, afirmar la propia visión.

J.P.: A estas alturas de la conversación, al oír tus reflexiones, me doy cuenta que todas tus obras se complementan caminando hacia un todo magistralmente concebido uniformemente. Cuando abrimos las puertas de nuestra capacidad de percepción a una de tus nuevas obras, esta nos sirve de guía, para la siguiente. Al igual que otras que vamos descubriendo nos vuelven a la evasión de obras anteriores. Unas y otras complementan y enlazan una manera de hacer y sentir, hablan de una unidad. A cada paso tus inquietudes están exigiendo corporeidad, pidiendo que alma y sombra se tornen materia. Y lo logras. El círculo se cierra, cerrando al tiempo un ciclo poético magistral. Y sobre esa penumbra a la que hacíamos referencia al principio, se hace la luz, o al menos se nos presenta como luz traída hacia nosotros a través de ti como «médium». De esta manera tu producción pictórica deviene poesía, y recordando a Salinas «la poesía es siempre obra de caridad y de claridad. De amor, aunque gotee angustias y se busque la solitaria desesperación. De esclarecimiento, aunque necesite los arrebozos de lo oscuro y se nos presente como bulto indiscernible, a primeras. Eche por donde eche (…), todo poema digno acaba en iluminaciones». 
Al mirar el conjunto de tu obra es cuando se te vislumbra con esa claridad tan largamente anhelada por ti. Al estudiar toda tú obra a través de una línea firme, fija, al final, tropezamos con el alma del pintor, con tú propio yo. Toda explicación de tú obra, por muchos rodeos que intentemos dar, siempre vuelve allí donde la obra nació, al alma. Es allí donde las formas se impregnan majestuosamente de las más diversas sensaciones, convirtiéndose en una constante, en hilo conductor de tu producción. ¿Qué papel juega en este entramado la fantasía, la imaginación, como soporte o forma de expresión de esa alma siempre presente?.

F.P.: Cualquier objeto es significante y tiene siempre diversos significados y para el pintor son desencadenantes de sensaciones plásticas abriendo nuevos ámbitos semánticos. Claro que para ello hay que entregar el alma, al envidiable mundo de la fantasía. Octavio Paz ha plasmado perfectamente estas ideas a través de la palabra. Los antiguos usaban la palabra fantasía para designar a esta facultad que convierte las sensaciones en formas. Los modernos llamamos a esta facultad imaginación. El aspecto central de esta facultad, es su aptitud para descubrir relaciones entre las cosas. Y lógicamente también las formas son transformadas en sensaciones a través de esas interrelaciones. Probablemente de aquí debe arrancar esa constante de unión unívoca de formas y sensaciones a la que tú te referías. Ciertamente no lo sé.

J.P.: Pero de acuerdo a ese planteamiento, demos una vuelta de tuerca más, el instinto, en tanto que de él participan la fantasía y la imaginación, no origina. Hay invención cuando se funde el instinto con la inteligencia, con el proceso racional, sin que ello signifique la renuncia a esa bendita fantasía. Álvaro de Campos, heterónimo de Fernando Pessoa, afirma que por su propia naturaleza, la inteligencia no crea, sino que
constantemente transforma. Ha sido el uso secular de esa inteligencia la que ha desembocado en el desarrollo de un instinto en la inteligencia. Y como la inteligencia por naturaleza transforma y el instinto por naturaleza opera, la fusión de ambos, es una cualidad del espíritu que transforma operando. Y es precisamente, esa transformación reducida a acto, la esencia de la invención que transpiran tus obras. Cada una de tus obras, en lo que tienen de invención de un valor, derivan por tanto de lo que en propiedad podríamos llamar instinto intelectual. Por tanto, creo que no abordas la composición de tus obras en el momento de la emoción, sino en el momento en que recuerdas esa emoción. Un cuadro, al igual que un poema, es un producto intelectual, y una emoción para ser intelectual, debe necesariamente existir intelectualmente. Ahora bien, la existencia intelectual de cualquier emoción sólo es posible en la inteligencia, es decir, en el recuerdo, que es la única parte de la inteligencia capaz de conservar una emoción. Cada una de tus obras se convierte, por lo tanto, en un pequeño retazo de esa memoria en la que has priorizado múltiples emociones en su momento almacenadas. Cada una de tus obras trasluce tu propia manera de pensar y de sentir.

F.P.: Ante mis obras, en muchas ocasiones carentes de todo referente figurativo, el color, la línea, las veladuras y las texturas pueden evocar, por sí solas, hasta lo inimaginable. En esa justa medida son equiparables a la Naturaleza y también en esa justa medida pueden producir emociones, como una flor, el mar, una montaña, etc. ¡Qué emoción ante una montaña a la caída de la tarde!. ¡Qué emoción ante la evocación cargada de sentimientos hechos pintura!.
Con ello no quiero decir que estas emociones no se puedan percibir ante una obra figurativa, antes al contrario, la emoción de la pintura se percibe única y exclusivamente cuando la pintura es pintura. Con esto sólo pretendo remarcar que el mimetismo limita en cierto modo la expresión. Para entendernos, la pintura figurativa deviene en un arte de la mentira, de la mentira bien dicha. No quiero ni pensar dónde sería capaz de llegar ese pintor en el momento en que pudiese o quisiese trascender ese yugo, especulando la verdad. En contraposición, yo no tengo esa necesidad de mentir, sólo basta decir la verdad de la pintura totalmente abierta a la especulación. La materia es un medio, sólo tiene interés cuando aparentemente deja de ser materia para pasar a ser otra cosa, probablemente esa emoción a la que tú aludías. Uno tiene que estar siempre ojo avizor en el proceso de la obra, intentando capturar en cada momento el mensaje de la materia e ir tratándola de manera que acabes fundiéndote con ella emotivamente. Ese es el momento en que los sentimientos afloran a la luz de la sutiliza, el color, la veladura, etc.

J.P.: Si no entiendo mal, parece que es el cuadro el que manda en ese proceso de generación emotiva o emocional del mismo. Y de ahí, por tanto, debo deducir que para ti el arte no tiene un fin social; tiene, eso sí, un destino social. Cuando pintas sólo sientes la necesidad de mirar lo que pintas y todo aquel amplísimo bagaje de recuerdos impresos en la memoria que única y exclusivamente a ti te pertenecen. En este sentido, no hay hipocresía posible, ya que no hay intención alguna de que tus obras sean premeditadamente morales o inmorales.

F.P.: Pienso, que todos los pintores somos sinceros. Alguien dijo de Monet: ¡Monet es sólo ojo, pero qué ojo! Salvando las distancias en todos los sentidos, llegado el siglo XX han sido, mejor dicho, hemos sido muchos, los que hemos vuelto la mirada hacia adentro. De esta manera se ha ido tejiendo una enorme y compleja urdimbre que ha sobrevenido una indispensable y venerable libertad de pensamiento. También ha desembocado en una enorme individualidad, en la que el «oficio» ha sido presa de una notable y en ocasiones malsana aceptación social. El culto a la personalidad, tan de moda, o el no menos exacerbado culto a la originalidad conducen irremediablemente a la necesidad absoluta de sentar cátedra en cada una de las plasmaciones de esa egolatría imperante. El empobrecimiento derivado de la necesidad de la notoriedad y la fama en el que participan como medios absolutamente imprescindibles la trasgresión, la novedad, y el escándalo sin contenido, es una de las amenazas más patentes de esa necesaria plasmación emotiva que debe transpirar cualquier obra.

J.P.: Compartimos por tanto, la plebeyez de esa celebridad artificial y efímera. Le llamo plebeyez, sin carga negativa alguna, porque esa constante exposición pública, ser mirado por todos, inflige necesariamente una identificación con todos y cada uno de los que nos rodean. Al hacerse célebre, el hombre (artista o no) queda sin vida íntima. Sin ella no es posible la asunción de la memoria emotiva, de los recuerdos, y por tanto la obra entra en el complejo laberinto de la hipocresía. Como tú señalabas anteriormente, para pensar es imprescindible la memoria, en la cual priorizamos y retenemos nuestra propia manera de sentir.

F.P.: Creo que es precisamente ese el aspecto fundamental de mi obra: la memoria en mí fijada de manera selectiva. Te explicaré una experiencia muy personal. A los 46 años con el pecho completamente abierto me pararon el corazón para colocarme una pieza. Después el corazón con enorme esfuerzo de los cirujanos volvió a latir hasta hoy que lo sigue haciendo.

J.P.: Tú mismo encarnas la paradoja del principio-fin versus fin-principio, que al mismo tiempo es tan reiterativa en algunos momentos de tú producción.

F.P.: Deja que enlace esa experiencia con otra anécdota. Antes de mi problema cardíaco y después de la enfermedad que de niño me aquejó, iba a comprar «terretes» (pigmentos) de las que se utilizaban para pintar las paredes con brocha gorda. Pero las compraba para utilizarlas con pincel de pelo fino. La droguería donde las compraba era modestísima, y el droguero era delgadísimo y casi transparente. Cuando iba a comprar yo casi no podía caminar, pero poco a poco fui recuperándome hasta convertirme en un sincero proyecto de hombre. Cuando me encontraba el droguero me decía «xe mira, qui ho havía de dir, mira, no te vas morir». Él tiene ahora alrededor de 90 años y su apariencia espiritual es de tal manera que resulta como un ser sublimado. Y continua diciéndome «xe mira, i encara vius, qui ho havía de dir». Es así, y él continúa sin encontrar su milagro, que ha subsistido a pesar de que siempre ha parecido un alma en pena. Una vez más las vivencias de tiempos que no volverán nos hablan reiteradamente de aquellas relaciones entrañables. Junto a la balanza, en un lado las pesas y en el otro un retal de papel de estraza y un poco de pigmento siena.

J.P.: Sin duda esas vivencias hacen que tus obras se aproximen más a la noche que al día. La noche es sublime, el día es bello. Lo sublime conmueve, lo bello encanta. El delicado sentimiento de vértigo que se levanta imperturbable ante tus obras, une al tiempo el agrado y el terror, la emoción agradable con el dolor en el tiempo. Tú obra «TRÁNSITO» es absolutamente sublime, es la ruta de a bordo de una manera dramática y, al mismo tiempo apacible, de marchar. Es una obra grande, sencilla, capaz de retener un largo espacio de tiempo. En la medida que corresponde al pasado resulta noble. En la medida que refleja un porvenir bastísimo e incalculable contiene algo terrorífico. Si refleja una eternidad futura infunde un dulce desasosiego, si transpira una eternidad pasada despierta un desconcertante asombro inmóvil. Esa cuestión tiempo-espacio, ese aspecto sublime de tus obras, nos hace desembocar de nuevo en el discurso de la inteligencia, entorno al cual ya hemos reflexionado.

La inteligencia, según Kant, es sublime. Las sensaciones de lo sublime que se vislumbran en TRÁNSITO o en HUELLAS DEJADAS EN ESPACIO-TIEMPO o en LA ÚLTIMA DESPEDIDA o en SOLTÓ LA ÚLTIMA PALOMA, o en tantas y tantas de tus obras, exigen una absoluta rendición del espectador ante ellas, una total entrega hasta la fatiga. Esa falta absoluta, en ti natural, de cualquier esfuerzo por impresionar resulta simplemente excelsa y convierte tus obras, en lo que son: testamentos sentimentales de tu entorno.

F.P.: Últimamente he estado trabajando muchísimo en una obra entorno a Carles Santos, fruto de mi admiración al amigo, al virtuoso pianista y al gran compositor. Pictóricamente he trabajado durante larguísimas e interminables sesiones. No podía conseguir trasladar su obra musical a la pintura. Pero el trabajo dio sus frutos y llegó el momento en que la pintura se escuchaba y la música simplemente, se había hecho pintura y creí vanidosamente haber recreado incluso al artista. Me complace ahora pensar que su arte, que sólo puede crearse y reproducirse en el tiempo, yo lo he convertido en espacio. De nuevo ese binomio esclarecedor tiempo-espacio.