Notas para una exposición de Peiró Coronado

1. EL CÁLCULO DE LA EMOCIÓN

El ferroviario le regala una bicicleta al niño de mirada curiosa. Y, como si las dos ruedas hubieran sido tocadas por una revelación o arquetipo híbrido, el niño obtiene una memoria precisa de los robustos tornillos del puente de Brocklyn reunida con una neblina dorada, como cocida en la hornada renacentista. Cuando la criatura intenta dibujar del natural le asaltan todas las dudas del descrédito de la realidad. Pero las ensoñaciones de su tierno pálpito lo llevan a merendar mariposas de aterciopelado hollín inmortal. Donde vaya, desde entonces, llevará el geométrico temblor de la modernidad tamizado por el barniz fundamental del aire de Las Meninas, por el carboncillo leonardesco y por el cálculo de la emoción, que debe contemplar, sabiamente, las divinas desproporciones marmóreas de Miguel Ángel.

 

2. EL BALANCÍN Y LAS LECCIONES

El balancín se mece paciencioso. El pintor sostiene una cenefa desprendida de una sobrecama, o tal vez se trate de una puntilla del satén íntimo, autobiográfico (una ficción menos fingida). La sólida musculatura compositiva de la obra sobre la que medita es poco más o menos la habitual. El más formal de nuestros informalistas cede poco a la improvisación, aunque, artesano con miles de horas de vuelo en el costillar, sabe que a veces los accidentes son sutiles enmiendas de los dioses y hay que sopesarlos con anchurosa apertura de compás. Las enmiendas divinas y la inspiración te han de pillar con los huesos reposados en el balancín o con la paleta embadurnada de sutiles gradaciones. La vieja lección picassiana preside las lentas tardes del experimentado pintor. No hay otra forma de trabajar. La espiral del "aún aprendo" goyesco corona la elipsis en la que el solitario intenta alteridades benéficas contra un mundo que escruta, pero que no acepta del todo. Sin la lección picassiana bien encajada y sin conflicto no hay creador digno de ser atendido. Las sienes se le van encalando, pero sigue merendando mariposas metafísicas, las cuales, en su alambique de plurales cataduras, lo mismo liban del matorral de Moughins como de la cúpula con precisa nervadura, a la sombra de la cual unos enmendadores periféricos apuestan su dado al siete imposible que rompe los goznes de los ventanales de la percepción.

3. EL SIGLO XX Y EL HOMBRE

La esbelta inseguridad lleva al artista a jugar con las dos barajas, comunicando, tal como venimos insistiendo, el gozo misterioso de Leonardo con la epifanía lúdica de Marc Chagall o la cifra gestual de Antoni Tàpies. El diálogo con la pintura es permanente. La pintura genera más pintura. El autodidacta sabio sabe que el acento innovador no se puede cosechar si no se conocen bien los siglos de procesiones de solitarios que le han precedido. En el siglo XX, de tantas convulsiones estéticas, derivadas de una humanidad que llegó a convertir sueños absolutos en sangre y miseria, y donde el hombre deja de ser la medida de todas las cosas, cabe situar a nuestro artista. Del cubismo incorporará a su proyecto los posos compositivos y la polisemia de la mirada; del papado parisino de Bretón sólo tomará prestado algún leve escorzo irónico con el que, de vez en cuando, contrapunta su espacialidad ingrávida. Pero es la apuesta del dado confiado al siete la que le hará repensar motivos, resoluciones técnicas y los deseos de aunar ética y estética bajo una única techumbre convivencial. Tras las más audaces aventuras abstractas de nuestro creador está, sin duda, la hilazón del sol declinante sobre los lienzos florentinos, y en medio, siempre, siempre, el hombre, esencializado en una cifra vagamente zen, en una anécdota de cómoda íntima, en una paloma ascética que alza el vuelo desde un pecho estoico.

4. MEANDROS MEMORIALÍSTICOS

La obra peironiana, temáticamente, presenta el aspecto de una extensa región de meandros memorialísticos. Contiene la anécdota cotidiana, elevada a maravilla contenida, atravesada por un friso filosófico que ofrece la piedad incondicional sobre el tiempo humano. Como hay el paisaje puro y el trabajado por el hombre, que acompaña la soledad del creador. Así como el insistente diálogo con otras voces, no solamente escuchadas en los solares plásticos, y las adivinaciones y respuestas provisionales de un pulso que no deja de dudar ante las recetas sociales, que sabe de San Juan de la Cruz ("Y en el Monte, nada") en la serena inquietud en sus cavilaciones ante posibles trascendencias. Son algunas de las características, repensadas una y otra vez, que pueblan una obra rica que aprendió tempranamente a resultar inactual y desoír los cantos de sirena de los mercaderes puestos a valorar ventanas que no siempre parten de la auténtica necesidad. Su báculo de pensador es el signo de interrogación.

5. ARTESANO PATAFÍSICO

Retratista capaz de internarse hasta en las zonas opacas del retratado: el infierno son los otros que también somos (oui à Sartre, malgré tout). Lírico atrapado en el hipnotismo de los horizontes propios, donde refugia las potencias de su alma. Insatisfecho perfeccionista. Formalista informal –o al revés–. Alquimista sutil de la minucia mirada, pero no siempre vista. Fijador paciente de espasmos cósmicos. Recolector de porcelanas intuidas en el fondo del espejo de las apariencias. Esbozos en tiza donde puede respirar la divinidad o la bondad fraternal. Pintura y pintura: pintura de los órganos litúrgicos; cromatismos remansados en la bahía de aromas frutales; solemnidades domesticadas por el rigor del barro cocido; espirales galácticas insinuadas entre luces, entre mundos, entre el ramaje vaporoso donde una ardilla sujeta con los dientes transcripciones desconchadas de alguna Piedra de Rosetta de un trasmundo ya sin moldes de tiempo. Artesano patafísico, el pintor se sujeta el pulso para no desbordarse de tanta luz como lo habita hasta en la penumbra de sus dudas.

6. MATRIZ DEL UNIVERSO

El gentlemen externo, todo cortesía, ha luchado a brazo partido en el juego serio del arte con simetrías entre el colapso y la caricia de las acacias reveladas. La generación de espectros se desliza entre los altos muros de su estudio, de su rebotica decantadora de bagatelas y espejismos, allí donde finalmente depura la pulpa de lo que puede acontecer tras el tiempo del cuerpo, donde la plegaria muda convoca capiteles que añoran la serenidad del ciprés –que es el gótico–, donde el platonismo troca de tibieza los desgarros del erotismo, del milagro de la piel, que es hermoso y se ignora. El origen del cosmos es femenino. Es una de las insistentes opiniones del mago Peiró Coronado. Nuestro clásico vivo se sienta en el balancín. Dispone partículas de playa desierta en el mobiliario sobrio. Ofrece flores secas a una talla de santo que tal vez ha sobrevivido a algún bombardeo y resulta evocar un fragmento del Guernica pasado por la poesía popular, pastoril y partidaria de diosas blancas y ascéticos caminantes de tomillo verbal, pan duro y fuentes de sombra fresca. La matriz como cálido y auténtico Big Bang. Debe tener toda la razón.

7. CENA DE TIEMPO ALTERADO EN CASA PEIRÓ

Hay cena en casa Peiró. Lo han dicho mensajeros de rostro borrado, Magrittes multiplicados en las aceras. Un taxista, con un tablero de ajedrez en el asiento del copiloto, con dos cortes blancas dispuestas, sospechosamente parecido a Marcel Duchamp, nos deja ante una puerta entreabierta donde un camarero disfrazado de Diego Velázquez nos pregunta si sabemos versos de memoria. De Salvat-Papasseit y de Juan Ramón, le respondemos. Inclina levemente la cabeza y nos deja pasar. El aire huele a óleo y criaturas aéreas nos conducen a la cima del árbol del Druida y su mundo. Dándoselas de tribal –lo que no es–, el anfitrión nos sirve rebanadas mediterráneas con salazones celtibéricos. Pepe Hierro pide aguardiente y José Antonio Labordeta no tiene más remedio que rebañar en su zurrón. Su hermano Miguel ha enviado un trémulo correo en el que hallamos restos de la misa negra parisién de entreguerras, así como dorados viejos entre Quevedo y Teresa de Ávila. Llega el turno de las guitarras pedregosas, con historias de la intrahistoria y la dignidad del cereal que todo el mundo merece. César Vallejo abandona lápidas inundadas; Neruda hace crepitar la brasa fosforescente de la piedra negra; todo cuarto creciente es lorquiano sin sordina. A guisa de aperitivo, hemos hecho literatura oral a partir de la literatura cifrada del amigo. Somos redundantes, litúrgicos, y antes que la carne habitó el verbo. Somos así. Para qué negarlo.

8. DIÁLOGO DEL SOLITARIO

Academias de plata han dicho sí. Pero mucho antes, hambrientos verdaderos se han entregado al flujo de la espacialidad peironiana y han quedado con un hálito ampliado. Creadores que han obviado las trampas de los mercaderes se hallan acompañados con el susurro conversacional del roce sedoso de su carboncillo tibio. El solitario ha conseguido el diálogo con los plurales singulares, con los disidentes de las deshumanizaciones, con el diferente, el imprevisible, hasta con el ilógico. Pero la plena madurez no le ha diezmado el rigor y la búsqueda, así, en las obras recientes hallamos el intento de arañarle la espalda al tiempo con nuevos signos que emergen de aguas profundas y como contracanto a los hitos conseguidos. Las academias dan su visto bueno, pero el solitario ja ha recorrido tiempo a su puente de Brocklyn con vistas al cimbrear solar de los girasoles.

9. AMULETOS Y LABERINTO CON MINOTAURO

Pechinas atónitas, con rumor de sonrisas inocentes y nombres de náufragos en la entraña, anunciando quizás una peregrinación eternamente iniciática. Espumas rosáceas de nubes delgadas abrazando lunas de vidrio. Alfabetos delicados para entender la cábala forjada del creador que estira el cuello por encima de bajezas y suciedades, y sueña un sueño neutro de espíritus meciéndose sin peso de urgencias triviales. El caracol humilde que sostiene las frágiles telarañas de talco del universo. La puntilla transparente que declara un medio duelo entre tempestades y esperanzas, que con frecuencia se han llamado subalternas y son, en verdad, hijas del pan horneado en la verdad de la poesía acordada con una atmósfera de continuidades y enmiendas de claridad, como si la claridad nos creyera dignos hijos de su rueca eterna. Buscad en un tramo u otro de este laberinto personal y universal vuestro amuleto. Cuidado con el Minotauro. Por supuesto que hay Minotauro. No confiéis del todo en los jardines de los solitarios, acostumbran a bifurcarse de sensaciones de libertad, de deseos de independencia (son contradictorios, en consecuencia). Cuidado con el Minotauro. Se adivina como pertrechado de un terciopelo dócil, pero no confiéis: Picasso lo hubiera firmado, y, a veces, la máscara abandona fingimientos y sangra como la de cualquier lúcido hijo de la tierra.

10. HÉROES CONTRA EL TIEMPO

Pinceladas contra el tiempo. Estos son los héroes que me placen. Fernando Peiró Coronado tiene la bombilla de su ático encendida en las duras noches invernales de los que han acometido una vía que cada vez le resulta más extraña a un orbe que va devorándose el alma dándole la espalda a aventuras que tratan de explicarnos desde la figuración, tal vez desde la respuesta provisional, el sueño estético/ético del sueño que dicen que somos. Para internarnos en los lenguajes peironianos nos sirven las claves asentadas desde que somos conscientes del artificio creativo. Los trazos del artesano meditabundo siguen vivos en su legado, en su día a día de mentiroso que siempre dice la verdad. El hijo del ferroviario, junto a otros pocos esfuerzos solitarios, nos ha traído la modernidad con fundamentos. Su compañía de pinceladas contra el tiempo nos ha hecho mejores. No ha precisado de grandes disposiciones escenográficas ni simulacros mediáticos para darnos su verdad de mentiroso con oficio, de hombre integrado en un tiempo no siempre amable, que ha sabido hallar la circularidad que enlaza cánones tradicionales con la inteligencia de una razón inquieta y una sensibilidad despierta, con pulso de absoluto, que desea todavía justicias cósmicas

 

 

JOSEP IGUAL. 2004

 


El pequeño filósofo plástico

Al socaire de urgencias mercuriales el sol otoñal baña, tibio –lametón bovino- su vieja mecedora de rejilla, donde medita los detalles del cuadro que lleva entre sienes Quizá con un retal de paño aterciopelado en la mano, que acaricia con suavidad. Las yemas de la otra mano tamborilean el brazo curvo, cálido, de su ascética atalaya de músicas que sólo él oye y desembocan en anchurosos silencios. La tarde cansada ilumina con iridiado vapor de oro viejo sus cabellos blancos, que peina con trazos de apaisada obstinación, quizá como discreto homenaje al Picasso joven, al malagueño universal que plantó sincrético barandado en la Historia del Arte por elevar a dogma la insobornable modernidad.

Fernando Peiró-Coronado tiene nueva exposición. Se trae a Vinaròs los guiñoles de sus hondas máscaras (“lo hondo precisa de máscaras”, diría Nietzsche). En plena madurez creativa, que sigue evolucionando a templado ritmo, incorporando nuevas enmiendas simbólicas al orden cósmico con el clariver de un pulso como zen, se trae el maestro sus posos sugerentes a ampliar los límites del mundo nuestro, a interpelar lo humano que asoma a su repertorio metafísico con cifra lírica que acaba desbordando, en las trémulas tramoyas interiores, hasta la pura lucidez abstracta de la emoción. Se viene Fernando a colgar sus trascendencias, su integridad con dudas, sus ironías pasadas por el cedazo de las viejas vanguardias, humanizadas de ternura y esperanza. Viene Fernando, generador de energía, domeñador de azogues, a echar su lección plural sin prisas ni torbos simulacros, con sus sutiles subrayados en el tiempo, contra el tiempo: poesía de esporas con síntesis de tanta gran pintura revisitada –la modernidad de la tradición-, con sus gradaciones hacia horizontes esencializados, con su indestructible musculatura compositiva, con su báculo de moralista, que no es otra cosa que una rama de almendro abrileño que cimbrea epifanías ebrias de la magia de las potencias del alma, que tanto nos regateamos en nuestro días enfermos. Zurean nuevamente las constelaciones del más formal de nuestros informalistas, esta almoneda de materiales honrados, su fe en la pintura-pintura (su estética, pues, a semejanza de su ética), su baraja de dudas razonadas, ya se ha dicho, su colorido de caricias cómplices…. Y los que no tenemos como referente de reparadora temperatura moral, de insoslayable pericia cuajada de revelaciones hermosas y verdaderas en su propia coherencia, claro, le seguimos, porque la pintura peironiana nos ordena mucho, nos afina la relojería sensible, no da lumbre en la mirada interior. Tan irrepetible, tan fundamental este pequeño filósofo plástico, que los mercaderes loquitontos de tanta superficialidad y malas formas entronizadas en la baba catódica no le han visto. Peor para ellos. Si alguien merece la consideración detenida del penúltimo espectador inteligente (co-creador inminente por delicada exigencia del creador) ese es Fernando Peiró-Coronado, iluminado doctor en los diálogos entre los dos mundos. Aprovechemos esta feliz cita a fondo, pues el artista ha desabrochado una vez más sus veladuras para ofrecernos los aromatizados humores de su autenticidad. El Eterno Silencioso que soñó a Shakespeare me da que también esbozó a nuestro Fernando, que se completó por libre en las academias de la intuición informada. Loado sea, pues, el Eterno Silencioso. Y Pablo Picasso, claro es.

JOSEP IGUAL. 2001