Arte depurado y exquisito
Sí, probablemente deba clasificarse de ese modo: arte depurado y exquisito. Y esto implica selección. Lo que es pedir mucho en un tiempo como el nuestro. Y, como casi siempre sucede con el buen arte, éste de Peiró-Coronado es un arte para la contemplación, no para las notas escritas y el comentario. Un arte –y creo que es la mejor definición que puedo hallar- ante el que me encuentro a gusto y no hallo palabras exactas que lo expresen. Hace tiempo –entre sorprendido y atónito- descubrí sus finas creaciones.
Entonces iban por unos senderos sugeridores encomendados a elementos simplicísimos: apenas una cabeza, una ventana, una paloma, bastaban para decirlo todo. Y sus grafismos. Siempre sus grafismos depurados, que nos hacían pensar en ciudades estampadas japonesas. Una lírica, en suma, digna del más puro recital. Peiró se halla en un momento de gran madurez y depuración en su arte último. Una temática que no ha variado mucho cuando se trata de sus cuadros por procedimiento al óleo. Una vez más, entre la figura, el signo y el gesto. Una temática, al mismo tiempo, que se ha enriquecido mucho –madurando- con unas sugerencias espaciales, cósmicas, apoyadas por un tratamiento expresivo de la materia, enriquecida al mismo tiempo con nuevos elementos sígnicos de fácil captación. Y qué títulos, oh Dios, qué títulos. En ellos ahora aflora clarísimamente el pintor-poeta que late en Fernando peiró-Coronado.
RAMÓN RODRÍGUEZ CULEBRAS. 1981
Espacios Trascendentes: Equilibrio, Materia y texturas
De vez en cuando Fernando Peiró se asoma a nuestras galerías con arte fino, sugeridor y depurado. De vez en cuando, como temeroso de abusar o prodigarse en demasía. Y su obra es, entonces, un respiro, un remanso de paz y de quietud para los buenos gustadores. Una sorpresa. Porque, aun cuando Peiró continúa fiel a sí mismo y a su poética, se nos presenta siempre ágil y válido, como resurgido de un mundo que alcanza frecuentemente significaciones trascendentes, universales, casi cósmicas. Lo mismo cuando viene sugerido por elementos intimistas de la más pura lírica de los signos, que cuando arrastra mareas infinitas, intuiciones extrañísimas de materias donde el hombre tiene aún tanto por descubrir y conquistar. Y siempre –eso sí- bordeando una cuidada ejecución, una singular valoración de la materia y de texturas. Sin ser especialista, su arte nos transporta a espacios trascendentes.
Es como si se bañase de vez en vez en la añorada fuente de la vida y, al retornar, quisiese trasportarnos con su obra a la magia de imposibles praderas. Composiciones simples, sencillas y equilibradas las suyas. Enriquecidas por signos válidos, de clara significación, con grafismos que nos acercan al más depurado y exquisito gusto oriental y con un color expresivo, elevan al contemplador sin violencias ni arrebatos, pero segura, inevitable. ¿Dónde, entonces, y para qué la temática de fácil anécdota? La mejor y más firme apoyatura de su obra es el contenido mismo, emparejado a su equilibrio formal, con la firma de sus grafismos, de su lenguaje sígnico. Esa es su voz, ese el lenguaje de su esfera poética. Basta arrojar por la borda el lastre, determinados principios y prejuicios, retóricas y normativas, para serenarse ante su obra y comprenderle. Y creo sinceramente que podemos felicitarnos por la existencia, aún, de un arte capaz de transmitirnos pensamientos serenos, de retornarnos a la calma primigenia, en un mundo como el nuestro, tan agitado, tan lleno de agobios y de dramas.
RAMÓN RODRÍGUEZ CULEBRAS. 1978