Al socaire de urgencias mercuriales el sol otoñal baña, tibio –lametón bovino- su vieja mecedora de rejilla, donde medita los detalles del cuadro que lleva entre sienes Quizá con un retal de paño aterciopelado en la mano, que acaricia con suavidad. Las yemas de la otra mano tamborilean el brazo curvo, cálido, de su ascética atalaya de músicas que sólo él oye y desembocan en anchurosos silencios. La tarde cansada ilumina con iridiado vapor de oro viejo sus cabellos blancos, que peina con trazos de apaisada obstinación, quizá como discreto homenaje al Picasso joven, al malagueño universal que plantó sincrético barandado en la Historia del Arte por elevar a dogma la insobornable modernidad.

Fernando Peiró-Coronado tiene nueva exposición. Se trae a Vinaròs los guiñoles de sus hondas máscaras (“lo hondo precisa de máscaras”, diría Nietzsche). En plena madurez creativa, que sigue evolucionando a templado ritmo, incorporando nuevas enmiendas simbólicas al orden cósmico con el clariver de un pulso como zen, se trae el maestro sus posos sugerentes a ampliar los límites del mundo nuestro, a interpelar lo humano que asoma a su repertorio metafísico con cifra lírica que acaba desbordando, en las trémulas tramoyas interiores, hasta la pura lucidez abstracta de la emoción. Se viene Fernando a colgar sus trascendencias, su integridad con dudas, sus ironías pasadas por el cedazo de las viejas vanguardias, humanizadas de ternura y esperanza. Viene Fernando, generador de energía, domeñador de azogues, a echar su lección plural sin prisas ni torbos simulacros, con sus sutiles subrayados en el tiempo, contra el tiempo: poesía de esporas con síntesis de tanta gran pintura revisitada –la modernidad de la tradición-, con sus gradaciones hacia horizontes esencializados, con su indestructible musculatura compositiva, con su báculo de moralista, que no es otra cosa que una rama de almendro abrileño que cimbrea epifanías ebrias de la magia de las potencias del alma, que tanto nos regateamos en nuestro días enfermos. Zurean nuevamente las constelaciones del más formal de nuestros informalistas, esta almoneda de materiales honrados, su fe en la pintura-pintura (su estética, pues, a semejanza de su ética), su baraja de dudas razonadas, ya se ha dicho, su colorido de caricias cómplices…. Y los que no tenemos como referente de reparadora temperatura moral, de insoslayable pericia cuajada de revelaciones hermosas y verdaderas en su propia coherencia, claro, le seguimos, porque la pintura peironiana nos ordena mucho, nos afina la relojería sensible, no da lumbre en la mirada interior. Tan irrepetible, tan fundamental este pequeño filósofo plástico, que los mercaderes loquitontos de tanta superficialidad y malas formas entronizadas en la baba catódica no le han visto. Peor para ellos. Si alguien merece la consideración detenida del penúltimo espectador inteligente (co-creador inminente por delicada exigencia del creador) ese es Fernando Peiró-Coronado, iluminado doctor en los diálogos entre los dos mundos. Aprovechemos esta feliz cita a fondo, pues el artista ha desabrochado una vez más sus veladuras para ofrecernos los aromatizados humores de su autenticidad. El Eterno Silencioso que soñó a Shakespeare me da que también esbozó a nuestro Fernando, que se completó por libre en las academias de la intuición informada. Loado sea, pues, el Eterno Silencioso. Y Pablo Picasso, claro es.

JOSEP IGUAL. 2001