La temática del retrato ha venido formando parte de la producción de Peiró Coronado prácticamente desde los primeros momentos. A partir de los años sesenta observamos en sus exposiciones la presencia de retratos de personajes concretos. Con óleo o mina de plomo, nuestro pintor se mueve, una vez más, en su ámbito inmediato. Representa a sus familiares, amigos y conocidos. Es esta una circunstancia que no puede obviarse al analizar su producción retratística. No se trata de encargos de personas anónimas, sino de reflejar el rostro de seres con los que se ha venido manteniendo una relación asidua y, en ocasiones, muy prolongada en el tiempo. El carácter autodidacta de nuestro artista juega a su favor, al no hallarse condicionado por recetas y clichés tan propios del aprendizaje académico de este género pictórico.

Por ello, nunca se limita a representar con frialdad y objetividad un modelo, sino que busca reflejar el alma del retratado. Psicología, temperamento, carácter… son rasgos que apreciamos en cada una de las obras, porque existe una gran familiaridad entre el artista y el personaje en cuestión que se refleja en la obra. Peiró Coronado bucea en el interior de cada uno de ellos más allá de la pura apariencia para aportarnos su propia visión. Huye de las poses estereotipadas, propias de un retrato de estudio, y huye también de ornamentos innecesarios que den grandilocuencia. Por el contrario, busca la cercanía y naturalidad del modelo. Éste aparece como sorprendido en su vida diaria por el pintor que interrumpe sus quehaceres cotidianos por unos momentos para representarle. Aunque haya postura estudiada y perfección clásica en el dibujo del retratado, el talante con que se aborda la obra es de una gran espontaneidad, frescura, lozanía expresiva y naturalidad en la mirada que se dirige hacia el espectador. El retrato al óleo es el primero que aparece en el horizonte de su quehacer artístico y es quizá el que más evolución ha venido experimentando a lo largo del tiempo, participando hasta cierto punto, de los avatares estilísticos que ha seguido el resto de su producción pictórica. Presenta una gran preferencia por la representación del busto, más que el retrato de cuerpo entero. De este modo el semblante del rostro puede ser abordado con mayor detalle para proyectar sobre él el alma del retratado.

Los primeros ejemplos están vinculados todavía al mundo del Expresionismo, con un toque o matiz de seriedad propio del momento. Este matiz se consigue con la ayuda de tintas oscuras, tratamiento anguloso del rostro, búsqueda de la sobriedad y cierto hieratismo en la pose. Son verdaderos retratos psicológicos, donde se pretende sacar a la luz el aspecto más duro y sombrío de la personalidad del modelo. Algunas obras nos recuerdan la producción del austriaco Oskar Kokoschka (1886-1980) por las tonalidades oscuras y la condición severa de la mirada. Tras estos inicios, comienza una retratística vinculada a la tradición del realismo que hunde sus raíces en el naturalismo barroco de Velázquez y mantiene viva la tradición de Ignacio Pinazo o de Joaquín Sorolla, pero enriquecida por el color y toda una serie de recursos pictóricos que otorgan cercanía y familiaridad al personaje en cuestión. En este momento se detecta un mayor interés del pintor por penetrar en la psicología del retratado, más allá de la apariencia transitoria. El tono pictórico se va enriqueciendo con una paleta cada vez más colorista y el matiz grave de los inicios se va tornando amable y sonriente. Destaca la ternura de los niños, la fuerza temperamental de los hombres, la delicadeza y elegancia de las mujeres. Todo ello dentro de un clima de cordialidad y acercamiento afectivo al modelo, que, sin perder su identidad y personalidad, ha experimentado un proceso de humanización progresivo que le hace aparecer muy cercano al espectador. En los retratos de los últimos cinco años, adopta un talante más abstracto, repleto de efectos informalistas, aunque sin perder nunca de vista la identidad y personalidad del retratado, cuya mirada sobresale siempre del cosmos de manchas y gestos pictóricos. La luz y el color pueblan de efectos «sonoros» toda la superficie del retratado, con una pincelada muy ágil que se deshace en hilos de pigmento y toques cromáticos intensos que sustituyen al tradicional betún del sombreado. El retrato con mina de plomo toma protagonismo importante en la década de los ochenta, con alguna exposición monográfica realizada casi exclusivamente en esta técnica. Aunque el procedimiento es más simple y permite menos efectos expresivos que el óleo, en manos de Peiró Coronado este tipo de obras asume una gran maestría, trabajadas con una dicción que permite diseñar con precisión los rasgos del rostro y demás elementos del retratado. Luego el lápiz se recrea en los restantes detalles con un trazo ágil y suelto que va sombreando las superficies o permitiendo que el blanco del papel aflore con fuerza y luminosidad.
Entre la amplia nómina de retratos con mina de plomo, destacan varios dedicados a su madre. Es el personaje que mejor conoce, con un conocimiento maduro, enriquecido a lo largo de los años. En estas obras es capaz de condensar toda la biografía de la retratada. Sin anécdotas, dota su semblante de una severidad y dignidad llena de rigor y cariño con anhelo de eternizar su rostro más allá del momento concreto de realización. Tras los trazos del lápiz, se esconden años de afecto y diálogo, valores compartidos, representados con una gran serenidad y exquisita nobleza. Ciertamente, estos retratos de su madre se completan con las obras del bloque abstracto donde recoge puntillas u otros objetos personales de ella. Son muestras de su afecto proyectadas sobre el soporte que, a través de un procedimiento de sinécdoque, actualizan la presencia de su madre. Son «retratos» sin figura, pero igualmente evocadores de una presencia que se mantiene perennemente en su mente y en su corazón. En una u otra técnica, Peiró Coronado es capaz de captar con gran habilidad la expresión del rostro, toque maestro de cada obra, y se convierte en un verdadero dibujante/pintor de psicologías/biografías, porque sabe compendiar/sintetizar toda una vida en una imagen. La familiaridad con los modelos, a los que conoce y trata con cierta asiduidad, es la clave de este saber penetrar en lo fundamental de su mirada, para representarla con fidelidad y precisión. Al mismo tiempo nos aporta información gráfica de la imagen interior que se ha ido formando de cada uno de ellos. Como señala Antonio José Gascó:

«En la composición atiende a una actitud cotidiana, a un gesto, a una manera común en el retratado a quien somete a su analítica, sensitiva e inteligente introspección, comenzando, incluso, por él. En este menester podría ser válido el comentario de que en sus retratos una fría perfección académica se tiñe de un sereno misterio, por otra parte muy habitual en su concepto intelectivo y en sus realizaciones plásticas […] consiguiendo con una casi absoluta carencia de aditamentos embellecedores una especial nobleza en la fisonomía del individuo» .

 Mención especial merece la serie de autorretratos al óleo que ha venido realizando a partir de los años noventa. Son un verdadero ejercicio de autoanálisis y descenso a las profundidades de su alma. Con una técnica muy suelta, va perfilando el busto y el fondo de las composiciones. Las pinceladas gruesas y seguras –a veces casi gestuales– nos recuerdan la misma dicción que empleara Velázquez o Goya en su retratística. Peiró Coronado nos contempla –se contempla a sí mismo– tras sus enormes gafas. La mirada se dirige a nosotros con toda fijeza y seguridad, como interrogando –interrogándose– frente al espejo que ahora es el espectador. Es una mirada profunda, cargada de la sabiduría que da los años y transida de un anhelo por conocerse a sí mismo y desvelar, de una vez por todas, todos los interrogantes que le han ido preocupando a lo largo de su vida y de los que su pintura es testigo.