De vez en cuando Fernando Peiró se asoma a nuestras galerías con arte fino, sugeridor y depurado. De vez en cuando, como temeroso de abusar o prodigarse en demasía. Y su obra es, entonces, un respiro, un remanso de paz y de quietud para los buenos gustadores. Una sorpresa. Porque, aun cuando Peiró continúa fiel a sí mismo y a su poética, se nos presenta siempre ágil y válido, como resurgido de un mundo que alcanza frecuentemente significaciones trascendentes, universales, casi cósmicas. Lo mismo cuando viene sugerido por elementos intimistas de la más pura lírica de los signos, que cuando arrastra mareas infinitas, intuiciones extrañísimas de materias donde el hombre tiene aún tanto por descubrir y conquistar. Y siempre –eso sí- bordeando una cuidada ejecución, una singular valoración de la materia y de texturas. Sin ser especialista, su arte nos transporta a espacios trascendentes.

Es como si se bañase de vez en vez en la añorada fuente de la vida y, al retornar, quisiese trasportarnos con su obra a la magia de imposibles praderas. Composiciones simples, sencillas y equilibradas las suyas. Enriquecidas por signos válidos, de clara significación, con grafismos que nos acercan al más depurado y exquisito gusto oriental y con un color expresivo, elevan al contemplador sin violencias ni arrebatos, pero segura, inevitable. ¿Dónde, entonces, y para qué la temática de fácil anécdota? La mejor y más firme apoyatura de su obra es el contenido mismo, emparejado a su equilibrio formal, con la firma de sus grafismos, de su lenguaje sígnico. Esa es su voz, ese el lenguaje de su esfera poética. Basta arrojar por la borda el lastre, determinados principios y prejuicios, retóricas y normativas, para serenarse ante su obra y comprenderle. Y creo sinceramente que podemos felicitarnos por la existencia, aún, de un arte capaz de transmitirnos pensamientos serenos, de retornarnos a la calma primigenia, en un mundo como el nuestro, tan agitado, tan lleno de agobios y de dramas.

RAMÓN RODRÍGUEZ CULEBRAS. 1978