Al contemplador no le importa demasiado saber si fue primero el poeta –José Antonio Labordeta- o si lo fue el pintor –Fernando Peiró-. Sí le importa, por el contrario, advertir cómo dos artistas se han puesto de acuerdo para lograr una visión que participe de ambas experiencias: la que busca su expresión en un arte del tiempo –la poesía- y la que la busca en un arte del espacio. Visión común, porque lo que hace el pintor es algo más que ilustrar unas palabras. Lo que hace el poeta es algo más que poner pie a unas imágenes. Ambos artistas operan de igual a igual.

El contemplador puede extrañarse cuando unos versos aparecen en la superficie del cuadro, incorporados a él, significando doblemente: por su sentido y por la forma gráfica de las palabras. No hay por qué extrañarse; es que ambos artistas se acercan a la frontera del arte oriental en el que los límites de la poesía, del dibujo y de la caligrafía son muy difíciles de precisar. Esta experiencia viene a ser como un ataque sobre las dos alas de un mismo ejército. Y este ejército es la realidad, con sus denotaciones y sus connotaciones. La realidad enriquecida y profunda, no su simple apariencia. Por eso hay que abordarla desde planos distintos, con armas lógicas y con armas mágicas, situándola en el tiempo y el espacio. Es, creo yo, lo que intentan Labordeta y Peiró-Coronado. Algo muy diferente a la famosa integración de las artes en la arquitectura, que hace de ésta la colonizadora de las otras artes. Aquí se intenta una unión amorosa, una fusión que enriquezca nuestro espíritu al acercarnos a estos cuadros, a estos poemas. A estos cuadripoemas.

JOSE HIERRO. 1973