Esa verdad que sólo se puede pintar

De Fernando Peiró y de su obra con quién más me gusta hablar es con él mismo, a poder ser en su acogedor estudio de la calle del Organista Coscollano o en su novísimo y pintoresco refugio veraniego del Santuario de Vallivana. También he hablado mucho de él con mi mujer y con los amigos. Pero en público sólo lo he hecho una vez, como presentador de una charla coloquio en la que él era el protagonista, y lo voy a hacer ahora con este breve escrito para el Catálogo de la Exposición Antológica de su obra que tendrá lugar en el espacio cultural del Convento de San Francisco de Benicarló. En ambas ocasiones fue él el que me pidió que tomara la palabra; y en ambas ocasiones he insistido en repetir la misma idea, que Fernando Peiró es un filósofo.

Todos los que hace años asistimos a la charla sabíamos que estábamos ante un buen hombre, querido y respetado en Benicarló, y ante un gran pintor, aunque fuese un “autodidacta” y no hubiese querido competir nunca en esos veloces circuitos de Fórmula 1 del arte que son las Galerías de las grandes capitales ni entrar a depender de Instituciones becantes. Su disposición hacia los demás y su poder de convocatoria eran indiscutibles. Y bastaba haber contemplado directamente su obra (o leído, si uno quería armarse de aparato conceptual o poético para acercarse a ella de forma mediata, los trabajos que sobre el personaje y su obra se han publicado) para comprobar que sin la adscripción a ninguna tendencia dominadora, sin la pertenencia a ninguna escuela o grupo, viviendo y trabajando en Benicarló, el ejercicio relevante de la pintura es posible. Pero recuerdo que sorprendí al público, y especialmente al propio Fernando, al afirmar que “de esa compleja estratigrafía que conforma su personalidad sobresale la cualidad de filosofante”.

 

Ahora lo que quiero es, en dos o tres pinceladas, perdón, en este breve discurso, ahondar en su sorpresa y, utilizando la idea del profesor Daniel Innerarity, afirmar que Fernando Peiró es un cavilante. Un cavilante es un hombre que vive en constante estado de cavilación, en un permanente estado de curiosidad que le sustrae a los imperativos de la instantaneidad y le inhabilita para las soluciones veloces y rudimentarias. Un cavilante es un filósofo porque su impulso vital surge de una vacilación ante cualquier realidad que tiene algo de desconcierto. Un cavilante vive obsesionado por la higiene del espíritu (la salud del cuerpo hace tiempo que Fernando la ha puesto en manos de médicos expertos) que, como decía aquel singular filósofo francés, Alain, se consigue haciendo circular constantemente las ideas para evitar que se anquilosen. La higiene mental es un estado de ánimo al que se llega cuando uno es capaz de mirar alrededor y penetrar en lo más profundo del espectáculo aceptando que conocer no es más que reconocer.

Su amigo y admirador, el cantautor José Antonio Labordeta, le atinó de pleno con estos versos:

Todo está abierto al aire de esta tarde

y tú, Fernando,

mirando siempre al hondo acontecer del cielo

¿qué preguntas?

Y si Robert Lowell le hubiera conocido no hubiese dudado en dedicarle este breve poema:

Dejadlo tranquilo por un momento

y entonces lo veréis con su cabeza

inclinada, cavilando y cavilando,

con los ojos fijos en alguna brizna de hierba,

en alguna piedra, en alguna planta,

en la cosa más común del mundo,

como si allí estuviera la clave.

Y luego se alzan sus alterados ojos,

furtivos, frustrados, insatisfechos,

de la meditación sobre lo verdadero

y lo insignificante.

Pero el cavilante no puede ser un espectador ensimismado; es un espíritu tenazmente comunicativo que al mismo tiempo que pregunta también quiere desvelar, expresar, compartir, su búsqueda y sus hallazgos. Un filósofo sabe que sólo a través del logos se puede escudriñar en la realidad, pero Fernando intuye que la verdad que busca sólo la puede pintar, por eso traduce el logos y lo recompone con pinceladas y texturas porque sabe que sólo sobre el lienzo, la tabla o el cartón podrá desvelarse la interioridad del ser de las cosas. Una interioridad que como la estructura de la materia o de la vida es siempre abstracta.

Mirad con atención y curiosidad cualquiera de sus cuadros y notaréis, sea lo que fuere lo representado, el esfuerzo titánico para desvelar una abstracción biológica, psicológica, social, cultural, cosmológica, metafísica. Contemplad cualquiera de sus paisajes del alma y descubriréis esa dolorosa necesidad que siente Fernando de encontrar la verdad bajo las apariencias. Veréis que escondido tras cualquier hecho, tras cualquier cosa, por insignificante que parezca, subyacen tratados con arte los grandes temas: la muerte, la vida, el tiempo, la armonía, el amor, la trascendencia, la amistad. Y detrás de esas constantes, en alguno de sus cuadros, si compartís su vena de curioso cavilante podréis descubrir la composición y el equilibrio que rigen las cosas. Tanto al pintor como al espectador preparado le resulta extremadamente difícil alcanzar ese límite. Porque la pintura de Fernando no es fácil ni para él ni para el que la contempla. Fernando entiende aquella frase de Heráclito de Éfeso que dice que a la verdadera naturaleza de las cosas le place estar oculta y puede sentir sus cuadros como inacabados, o incluso equivocados, y tener la necesidad de retocarlos o repintarlos o repensarlos.

A mi no me cabe la menor duda de que un hombre que vive, como él, en constante admiración ante el espectáculo de la vida, preocupado en descubrir la dimensión o composición íntima de las cosas, es un verdadero filósofo. Pero por si acaso mi opinión no es atinada ahí está la del mismísimo Aristóteles. El insigne pensador griego distinguía entre tres tipos de hombres. Los mejores son los filósofos, aquellos que son capaces de admirarse y de encontrar por si mismos lo que buscan. Después están otros, menos buenos, que pueden buscar y entender las cosas cuando se les guía o se les enseña. Por último están los inútiles que no saben lo que tienen que hacer ni lo entienden cuando se lo explican. Desde esa perspectiva aristotélica la condición de autodidacta con que se califica o descalifica a menudo a Fernando Peiró adquiere la dimensión acertada. La dimensión desafiante propia del hombre excelso.

Yo tengo la suerte de poder dialogar con Fernando todos los días. En un lugar preferente de mi casa tengo tres cuadros suyos. Con uno, que me regaló cuando murió mi madre, a través de un simbolismo sutil que insinúa la liberación del alma, hablamos, más de de ausencias, del afán de trascendencia. El otro es un pequeño autorretrato en el que Fernando nos muestra a los amigos que detrás de la expresión artística están sus ojos inquietos y atentos y detrás de los ojos el desasosiego y las cavilaciones de un espíritu pensante. Pero toda la verdad se manifiesta en una tabla pequeña (30 x 40). Sobre una textura, materia primigenia recién nacida, de matices terrosos, grises y ocres, justo en el centro, organizando el caos, se perfila una letra, la A mayúscula (o quizá la delta griega). Por debajo de ella, ese complejo y rico fondo endotímico que conforma la personalidad; y por encima, dominando el cuadro, el trazo grueso, horizontal, de una pincelada azul de la inteligencia. No sobra nada. No falta nada. Ahí está para mi “esa verdad que, como dice Derrida, sólo se puede pintar”.

No conviene olvidar que en toda obra de arte se refleja una imagen arquetípica, una realidad primaria con la que cada espectador participa a través de su intimidad.

Teudo Sangüesa Esteban
Catedrático de Filosofía del IES “Ramón Cid” de Benicarló