Sí, probablemente deba clasificarse de ese modo: arte depurado y exquisito. Y esto implica selección. Lo que es pedir mucho en un tiempo como el nuestro. Y, como casi siempre sucede con el buen arte, éste de Peiró-Coronado es un arte para la contemplación, no para las notas escritas y el comentario. Un arte –y creo que es la mejor definición que puedo hallar- ante el que me encuentro a gusto y no hallo palabras exactas que lo expresen. Hace tiempo –entre sorprendido y atónito- descubrí sus finas creaciones.

Entonces iban por unos senderos sugeridores encomendados a elementos simplicísimos: apenas una cabeza, una ventana, una paloma, bastaban para decirlo todo. Y sus grafismos. Siempre sus grafismos depurados, que nos hacían pensar en ciudades estampadas japonesas. Una lírica, en suma, digna del más puro recital. Peiró se halla en un momento de gran madurez y depuración en su arte último. Una temática que no ha variado mucho cuando se trata de sus cuadros por procedimiento al óleo. Una vez más, entre la figura, el signo y el gesto. Una temática, al mismo tiempo, que se ha enriquecido mucho –madurando- con unas sugerencias espaciales, cósmicas, apoyadas por un tratamiento expresivo de la materia, enriquecida al mismo tiempo con nuevos elementos sígnicos de fácil captación. Y qué títulos, oh Dios, qué títulos. En ellos ahora aflora clarísimamente el pintor-poeta que late en Fernando peiró-Coronado.

RAMÓN RODRÍGUEZ CULEBRAS. 1981